Bendito día el trece. Lleno de dudas y temores. Miedos y fracasos. Caídas y golpes. De esos que tanto duelen, que no te permiten mirar hacia atrás porque el cuerpo se estremece.
Qué día pudo llegar a ser ese. Qué día terminó significando. Cuantos reproches al viento seguimos lanzando y cuanta negación tomamos junto al trago amargo. Lo que teníamos en mente se terminó esfumando. Las fiestas tuvieron que detenerse, la seguridad tenía que esconderse, porque en las calles sólo había síntomas de muerte. Las casas se enlutaron. La patria enmudeció.
Mucho más que antes, el Perú se convirtió en el país que describió Ulises González: el país de hartos. Aturdidos y abrumados por la culpa de los golpes, abusos y corrupción diaria, y principalmente por no tener la excusa perfecta para olvidarlos si quiera tan solo por 90’.
Entramos al bar para canjear los llantos por una cerveza. Era injusto (pensábamos) para todas esas personas que sufren de L a V, la desidia de una sociedad podrida. Se suponía que seríamos los patriotas con identidad -la que solo nos hace sentir el fútbol- y nos encontraríamos en un abrazo de hermanos.
El travesaño y un portero bailarín nos arrebataron la ilusión. Se tumbaron los sueños. Qatar no era más el destino turístico con el que se podía fantasear. Atrás quedaba el anhelo de portar, una vez más, el rótulo de ‘mundialista’.
Tantas veces fuimos y ahora no lo seremos. Nos olvidamos de nuestro toque y rebelión en ataque. Nos timaron al presentarse como inferiores, fallamos en creernos eso. A pesar de todo, vimos pasar el triunfo a nuestra izquierda. Estuvimos cerca y a su vez, lejos. Hemos prometido haber aprendido la lección.
